2.1 PSICOLOGÍA DEL QUEHACER FILOSÓFICO
En este tema hablaremos de la vocación interna o actitud general ante la vida que adopta el filósofo en su propósito de llegar a un conocimiento científico fundamentado.
Para Aristóteles, “Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración”. (Metafísica. L.I.) “Admiración” o “asombro” se dicen en griego thauma. ¿Pero de qué se asombra el filósofo? Antes de responder a ello, podríamos preguntar: ¿qué es aquello que puede despertar en ti una particular admiración?
A todos nos sorprende lo extraordinario o imprevisto: el estallido de una guerra, algún accidente aéreo, los estragos de algún huracán. Sin embargo, el hombre primitivo era sujeto de asombro frente a fenómenos naturales impresionantes: una tormenta, un eclipse, un terremoto, un incendio o la erupción de algún volcán. ¿Qué diferencia existe entonces entre el asombro primitivo y el thauma filosófico? La diferencia es que el filósofo logra asombrarse justo de aquellas cosas que por ser tan familiares o cercanas no hacemos sobre ellas pregunta alguna; por ejemplo, que más cercano y conocido aparentemente conocidos- nos resultan, digamos, el tiempo, el lenguaje, el ser humano mismo, el bien moral, la educación, la realidad que nos rodea, el concepto de “verdad” o el de “política”, el dato seguro decreto individuo muere, o el dar por sabido, sin más, que existe algo así como el arte la ciencia, un devenir histórico o una actitud religiosa.
Si bien a diario, como hablantes y escuchas y hasta en las soledades de nuestro pensamiento íntimo, empleamos un lenguaje, por probablemente no nos hemos cuestionado cuál es su esencia, cuál es su estructura o qué significa la palabra misma de “significados”. También a diario nos movemos por referencias temporales que dominamos perfectamente; decimos, por ejemplo, “hoy es martes”, “hace quince días que me cambié de domicilio”, “ya es tarde para ir al cine”, etc.; pero difícilmente nos hemos preguntando seriamente qué es en sí mismo el tiempo, en qué consiste su devenir, o si es una pura proyección de nuestra mente, o si en realidad existe de manera objetiva. Sabemos bien que hoy nos encontramos en una época histórica diferente a las anteriores, pero no es seguro que nos hayamos preguntado si el transcurrir de la historia tiene un fin predeterminado o qué es aquello que hace que una edad histórica cambié hacia otra. Nos enfrentamos, manejamos, hacemos referencia y nos encontramos englobados por toda una variedad de cosas que componen nuestro mundo circundante, pero es improbable que hayamos reflexionado sobre cuál es el sentido último de la totalidad de lo real. De todo ello y más se asombra el filósofo: muestra una particular actitud crítica o reflexivas, problematizadora, ante las cosas, fenómenos y sucesos de mayor cercanía o familiaridad, sin dejar de considerar, desde luego, aquellos otros fuera de lo ordinario.
Tal capacidad de asombro le es posible en tanto que expresa una natural actitud de ocio, contrapuesta a los absorbentes intereses utilitarios de la vida diaria: un definido desinterés pragmático, una capacidad de ocio en el sentido de todo un estado de alma. Mucho más que una simple pausa en el trabajo o en el negocio, este estado del alma significaba una toma de distancia respecto de las urgencias prácticas del mundo ordinario, para profundizar así, contemplativamente, en la esencia última de las cosas.
El griego, como ciudadano libre, gozaba de condiciones para dedicarse a la reflexión, al diálogo intelectual y a la actividad política: éstas eran las expresiones de su capacidad de ocio.
Quien se asombra, entonces, lleva a cabo en forma pura una actitud contemplativa, es decir, una actitud de theoría, que significaba, también en griego, “contemplación”, dando lugar a ese término de primer importancia en el campo de la ciencia y la filosofía: el de “teoría”. Esta theoría, contemplación, capacitación receptiva de larga evitar o participación en el orden total de las cosas significaba la forma más celebrada de ser hombre.
Justamente esta actitud de theoría o contemplativa, es la que da lugar a una especie de “segunda mirada” sobre la realidad en general, aquélla en la que el saber práctico e inmediato sobre las cosas queda en suspenso para reconocer que sobre las cosas familiares no sabemos realmente cuánto es posible y necesario saber, que no basta el saber que nos permite el utilizarlas; este saber-que-no-sabemos es lo que en Filosofía cobra tradición, a partir de Sócrates de una manera expresa como “docta ignorancia”.
¿Quién hace filosofía?, se preguntaba Platón y respondía: no quien posee, digamos, un saber absoluto, ni aquel que manifiesta una completa ignorancia -que son, por otra parte, casos hipotéticos en tanto que extremos-, sino aquél que saber por lo menos alguna cosa: que no-sabe.
Todo ello constituye la particular actitud psicológica frente al mundo que adopta el filósofo para acceder a la verdad objetiva de las cosas: representa el fundamento vital de la Filosofía.